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De corazón - Capítulo XI


Capítulo XI


Tenía la mirada perdida en el techo de la habitación, sin apetito ni ganas de moverme. Los médicos estaban preocupados por mi salud, mis padres no paraban de llorar al lado de mi cama mientras yo dormía y mis amigas del colegio, incluida, Arleth Oralia, estaban allí para verme.

Del que no sabía nada era de Edouard, ni siquiera si estaba vivo. Los médicos no querían decirme nada para no alterarme y eso precisamente era lo que más me alteraba. Luego supe que llevábamos allí dos días y que yo misma había estado al borde de la muerte. Me quedé de piedra al saberlo y en seguida me preocupé más por Edouard. Y también por el hombre o mujer con el que habíamos chocado.

La policía había ido a verme para preguntarme detalles sobre el accidente, pero yo no recordaba apenas nada. Entonces no aguanté más y aproveché que los enfermeros hablaban con los policías sobre mi estado y que mis padres habían salido a comer, para escaparme. Fui al baño fingiendo una mejoría en mi ánimo, pero lo que hice fue salir en busca de Edouard.

Caminé por los pasillos totalmente débil y mareada, buscaba habitación por habitación y pedía disculpas cuando encontraba a algún paciente descansando o hablando con sus familiares. Mi plan iba perfectamente hasta que una enfermera me encontró.

—Dejadme en paz... solo quiero ver a Edouard... quiero verle —me costaba mucho hablar.
—Señorita, no conozco a ningún Edouard, vuelva a su habitación.
—Estaba conmigo en el coche... ¿por qué nadie me dice cómo está?
—Tranquilícese, volvamos a su habitación.
—¡Yo ya estoy tranquila! —aunque no lo pareciera—. Solo quiero ver a Edouard.

Entonces el médico que me había atendido me reconoció y se acercó rápidamente. La enfermera se disculpó y yo volví a preguntar por Edouard. En ese momento debí parecer bastante desesperada, porque el médico, a pesar de mi estado, me llevó a ver a Edouard.

Antes tuve que comer y tomarme unos medicamentos, me consiguieron una silla de ruedas y me acompañó hasta otra punta del edificio. Lejos, muy lejos. Pasamos por muchos pasillos y subimos por algunos ascensores hasta llegar a la Unidad de Cuidados Intensivos.

Sentí que me desmayaba, pero fui fuerte. El médico abrió la puerta de la habitación y empujó mi silla hasta ponerme al lado de él. Me puse en pie y le vi la cara. Llena de vendas, con unos tubos plásticos por la nariz y una mascarilla en la boca. Le agarré una mano donde tenía una aguja por la que entraba un líquido transparente y miré la etiqueta: Morfina.

Me acerqué a su cara, ahora tenía más barba. Le miré fijamente y luego cerré los ojos para darle un beso en la mejilla. Entonces un aparato comenzó a sonar: sus latidos habían aumentado. El médico me miró y me pidió que le hablara.

—Edouard, soy June —su pulso se aceleró más—. Estoy bien, solo tengo unas heridas en la cabeza que ya me han curado y me han dicho que no tendré cicatrices. Aunque estoy un poco débil. Tú también tienes heridas, pero tampoco te quedarán marcas. Estoy segura de que te pondrás bien, pero para eso tienes que despertar. Prométeme que lo harás... te necesito a mi lado, Edouard Gabriel Monnet. ¿Quién si no será mi abogado y me ayudará con Travis?, ¿y quién me llevará pizzas a casa o me sacará de líos? Tú, Edouard, tú. Despierta, por favor.

Pero no despertó. Y yo cerré los ojos y caí sobre la silla de ruedas en la que había llegado. El médico me llevó a mi habitación y me dejó descansando, más bien, me dejó llorar a gusto, evitando que alguien entrara en la habitación o llamara a la puerta. Agradecí el detalle, pues no tenía ganas de visitas ni de enfermeras que me cuidaran, yo ya estaba prácticamente recuperada.

Los golpes que había recibido en la cabeza como consecuencia de las vueltas de campana que dimos en el coche, me habían dejado inconsciente durante horas, pero realmente nunca estuve al borde de la muerte. Las heridas de los brazos estaban producidas por los cortes con el cristal de la ventanilla del asiento del copiloto y del parabrisas, los hematomas y algunos rasguños menores fueron del intento desesperado de salir del coche y de los golpes contra el suelo mientras rodábamos cuesta abajo.

En total unas cuatro vueltas de campana, la última la peor, porque fue cuando el coche se detuvo del todo y chocó contra un árbol. Ahí perdí el conocimiento, todavía me acuerdo del golpe en la cabeza y del dolor que sentí segundos antes de verlo todo negro. Poco a poco iba recordando más cosas como que Edouard también gritaba, que el coche con el chocamos era negro y que pensé en Travis mientras descendíamos sin control dando vueltas y sintiendo los golpes contra nuestros cuerpos.

Estando tan recuperada como estaba me dieron el alta a la mañana siguiente después de haberme hecho pruebas y cosas a las que no le presté atención. Yo solo quería ir a ver a Edouard y saber si estaba bien.

Desayuné y tomé mis medicamentos para los dolores de los cortes en los brazos y de la cabeza, y fui a la habitación de Edouard. Recordaba cómo llegar, pero no el número de su habitación. Pregunté y una amable celadora me condujo hasta la habitación donde me encontré la cama vacía y a una mujer llorando mientras acariciaba las sábanas.

—¿Quién es usted? —comencé preguntando sin presentarme ni saludar.
—Soy Geraldine, ¿quién eres tú?

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