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De corazón - Capítulo XIII


Capítulo XIII

Con Edouard despierto y después de haber visto a Travis en mi casa, no tenía motivos para no ir esa mañana al trabajo.

El trabajo de una pedagoga era más agotador y tedioso que el de una profesora. Pero era lo que me gustaba y lo que había elegido ser, así que aguantaba cada hora sentada, esperando a que Arleth Oralia me enviara a un niño, con paciencia.

El niño de hoy era uno de esos niños de los que Arleth Oralia me habló una vez cuando le conté lo que había hecho por Travis. Me dijo que algunos niños del reformatorio habían estudiado en el colegio y que dudaba de los métodos de enseñanza de Lucrecia Strauss desde hacía tiempo, pues bien, yo tenía delante a uno de esos niños.

Se llama Christopher Redfield, tenía ocho años y era huérfano de madre desde los siete. Eso le había causado el bajo rendimiento escolar, eso y haber sido criado en el reformatorio de Lucrecia Strauss desde los tres años hasta los siete, cuando murió su madre. Al morir ella, llamada Annie, su padre decidió sacarlo del reformatorio para pasar más tiempo con él y sentirse menos solo.

Tener a ese niño delante de mí me abría muchas posibilidades a la hora de denunciar a Lucrecia y llegué a pensar que Arleth Oralia lo había hecho a propósito para que aprovechara la oportunidad y me informara de más cosas de ese lugar. Pero no quería involucrar a nadie más, bastante había hecho involucrando a Rob para nada. Para nada no, ahora la gente sabía cómo era Lucrecia Strauss, pero ella seguía libre y yo ya había pasado por la cárcel y por el hospital.

No quería que ese niño tuviera que declarar ante un juez, que sería lo más efectivo para mi propósito, pero es que tampoco quería que recordase nada de ese sitio... así que me centré en los problemas que tenía con sus compañeros de clase, en los problemas que tenía a la hora de estudiar y en los problemas que tenía en casa con su padre alcohólico desde la muerte de su esposa.

Cédric Redfield era un hombre apuesto, con gafas de vista y unas pocas canas en las partes laterales de la cabeza. Iba afeitado y perfumado, pero se notaba en sus ojos que estaba cansado, probablemente llevara muchas más horas despierto de las que debiera para cuidar bien de su hijo, trabajar y conducir.

Le había hecho llamar esa tarde para conocer mejor el caso de Christopher y para que fuese él quién me contara si estaba enterado de los malos tratos que su hijo pudo recibir en aquel lugar años atrás.

—Claro que estoy informado. Cuando fui a buscar a mi hijo al reformatorio unos días después de la muerte de mi Annie pude verlo todo con mis propios ojos.
—¿Y no hizo nada para impedir que eso siguiera sucediendo?
—¡Claro que sí! Denuncié como lo hizo usted, pero la diferencia es que usted no tiene nada que perder, yo podía perder a mi hijo —Cédric desconocía que yo también corría el riesgo de perder a Travis cuando denuncié, pero aún así seguí adelante—. Yo no soy tan valiente como usted, señorita.
—No es una cuestión de valentía, señor Redfield, es una cuestión de humanidad. Esos niños sufren cada día los malos tratos de esa mujer.
—Lo sé, pero en ese entonces yo estaba tan hundido por la muerte de mi mujer que olvidé el tema, lo olvidé completamente y ahora no puedo hacer nada.
—¿Cómo que no? Su testimonio sigue siendo igual de válido aunque haya pasado un año.
—¿Quién va a creer a un borracho?, ¿lo haría usted si no conociera de nada a Lucrecia Strauss ni estuviera involucrada en eso?, ¿o si no conociera a Christopher?
—Bueno... yo... —lo cierto es que no, pero no me atrevía a decirlo.
—Estoy seguro de que no, pero no se preocupe señorita, nadie lo hace. Bueno, ¿y qué quería hablar conmigo, exactamente?
—Le he hecho llamar por los problemas que tiene Christopher en clase: no se lleva bien ni con las profesoras ni con sus compañeros, no hace la tarea ni estudia, ni siquiera se relaciona con nadie y solo tiene ocho años...
—La muerte de su madre le ha afectado mucho... es eso.
—No creo que sea solo la muerte de su madre, señor Redfield, creo que también tiene que ver que usted beba.
—¿Insinúa que yo tengo la culpa? —más que molesto lo noté afligido.
—No toda, pero sí una parte. Verá, a los niños hay que estimularlos para que estudien porque sino ellos solos se aburren y si a eso le sumamos no tener una figura materna que les dé cariño ni a una figura paterna que imitar... se sienten algo perdidos, ¿lo comprende?
—Sí... es triste pensar que todas las veces que le he dicho a mi hijo que cambie y estudie, me estaba equivocando, el que tiene que cambiar soy yo, es eso ¿no?
—Exacto. Haga lo que tenga que hacer para dejar la bebida y pase más tiempo con Christopher, él se lo agradecerá y mejorará su relación con él y sus notas en el colegio.
—Gracias, no sé cómo agradecerle que me haya hablado con tanta sinceridad y me haya abierto los ojos de esta manera...
—Sí sabe cómo... no quiero involucrar a Christopher en todo esto de la denuncia a Lucrecia Strauss porque es muy pequeño y ya ha pasado por suficientes problemas, pero usted podría hacerlo.
—¿Qué tendría que hacer exactamente?
—Podría empezar por reunir una lista con los nombres y teléfonos de todos los padres que han sacado a sus hijos del reformatorio tras haber visto los vídeos en televisión.
—¿Cómo voy a conseguir eso?
—No lo sé, pero lo necesitamos.
—¿Y los otros padres no?
—Si esos padres han visto las imágenes y no han sacado a sus hijos del reformatorio, no nos van a ayudar. Los otros sí.
—Ya entiendo, y ya tengo una idea para comenzar con la lista.
—Muy bien, cuando tenga una lista considerablemente grande pásese de nuevo por aquí, casi siempre estoy.
—De acuerdo, hasta pronto entonces.
—Hasta pronto.

Cédric parecía dispuesto a ayudarme y yo me sentí de nuevo con las energías renovadas para seguir luchando, no solo por Travis, sino por Rob, Laura y los otros niños del reformatorio.

Volví a casa a las siete de la tarde con mucha hambre y cansancio. Me cambié las vendas de los brazos después de limpiarme las heridas que ya iban sanando y fui a la cocina. No había nada de comida y salí a comprar algo al supermercado que hay a unas cuantas calles de mi casa.

Más que un supermercado, era un mercado. Vendían de todo, pero era bastante pequeño. Compré unas verduras, frutas y cereales para preparar el almuerzo de mañana y la cena de hoy. También compré refrescos sin gas, agua y leche, y me di el capricho de comprar unos dulces de arándanos y todo tipo de frutas del bosque.

Con las bolsas de compra en las manos noté el móvil vibrar en el bolsillo del pantalón y luego la melodía de una canción de mi cantante favorita. Solté las bolsas de una mano en la acera y respondí, era Edouard.

—Estoy en la calle, cojo un taxi y en unos minutos llego a casa.
—No hace falta, paso a buscarte, ¿dónde estás?
—¿Qué?
—No tengo permitido conducir todavía porque estoy medicado, pero mi madre se ha ofrecido a hacer de chófer cuando supo que quería verte.
—Vaya... pues estoy saliendo del mercado que hay a unas calles de la gasolinera que está por debajo de mi casa, ¿nos vemos ahí?
—¡Hecho! Mamá, cruza por aquí, a la derecha —le dijo a su madre mientras colgaba el teléfono.

Yo volví a meter el mío en el bolsillo del pantalón y seguí hacia la gasolinera donde no tuve que esperar a que Edouard llegara porque ya estaba allí con la cabeza completamente vendada y una sonrisa.

—Te ayudo con las bolsas, ponlas aquí —me dijo abriendo el maletero del coche de su madre, el de él estaba destrozado después del accidente.
—Gracias, ¿cómo es que te han dado el alta tan pronto?
—No tengo el alta médica, pero me han permitido salir unas horas del hospital y tengo que volver por la noche para estar en observación. Aunque afortunadamente no tengo daños cerebrales.
—Bueno... no los tienes del accidente, pero de antes seguro que sí —dijo Geraldine asomando la cabeza por la ventanilla desde el asiento del conductor—. Subid ya, que empieza a llover.

Nos reímos y obedecimos. Lo cierto era que caía una lluvia suave que apenas mojaba, pero que era incómoda para estar bajo ella mucho rato. En el coche me senté en un asiento trasero y Edouard, que antes se había sentado en el asiento del copiloto al lado de su madre, ahora estaba a mi lado. Me cogió disimuladamente de la mano y entrelazamos nuestros dedos al instante. Ninguno de los dos miraba al otro por vergüenza, no de lo que sentíamos, sino de estar delante de Geraldine.

Entonces llegamos a mi casa, nos soltamos de la mano y nos bajamos para sacar las bolsas del maletero. Cuando entramos dejamos todo sobre la mesa y nos sentamos en el sofá, tenía que hablar con Edouard sobre lo que había ocurrido en el colegio con Christopher y su padre.

—¿Queréis café? —pregunté levantándome.
—Sí, por favor —dijo Geraldine frotándose las manos para entrar en calor.
—Yo no debo tomar café con tantos medicamentos, mejor dame un vaso de agua.
—Tengo refrescos, ¿quieres?
—Perfecto.

Entré en la cocina y mientras hacía el café pensaba en cómo le diría todo eso a Edouard, sentía que quizá se pudiera enfadar conmigo por haber estado planeando nuevas cosas sin él. Quizá se sintiera traicionado o pensara que estaba mal lo que había hecho... no sabía porqué, pero ahora las opiniones que pudiera tener Edouard sobre mí me afectaban más de lo que me podrían haber afectado antes de ese beso.

¿Qué me estaba pasando?, ¿me estaba enamorando de Edouard?, ¿y qué se supone que debo hacer si lo estoy? De pronto el café comenzó a derramarse de la cafetera.

Eso me sacó de mis pensamientos y retiré la cafetera y eché todo el café en las tazas. Removí el azúcar con una cucharilla y eché refresco en un vaso con hielo para Edouard, luego me di la vuelta y caminé hasta el salón donde tuve que superar mis miedos y afrontar el tema sin rodeos.

—Edouard... tengo que contarte una cosa.
—¿De qué se trata?
—Esta tarde he conocido a un hombre, se llama Cédric Redfield y es el padre de Christopher Redfield.
—No me suenan sus nombres —contesto él mientras acercaba el vaso a su boca para darle un sorbo al refresco.
—Christopher Redfield pasó desde los tres hasta los siete años en el reformatorio de Lucrecia Strauss —le cambió la cara.
—¿Cómo los has conocido?
—Christopher estudia en el colegio y Arleth Oralia me encargó que hablara con él para ayudarlo en sus clases.
—¿Y qué te contó? —se le notaba interesado.
—Lo que ya sabemos de esa mujer, que pega a los niños.
—¿Pero ha accedido a ayudarte?, ¿o su padre se lo ha prohibido?
—No, no. Nada de eso. Cédric es un hombre muy comprensivo y después de hablar con él aceptó a ayudarme reuniendo los nombres y apellidos de los padres que han retirado a sus hijos del reformatorio tras la denuncia y los vídeos.
—Eso está bien, ¿no? —me tranquilicé.
—¿Te parece bien?
—¡Claro! Esos padres y ese niño nos pueden ayudar mucho con lo que queremos hacer.
—No. A Christopher lo queremos mantener al margen de esto, bastantes niños están involucrados ya, el pobre Christopher solo necesita olvidar.
—Parece que te gustan mucho los niños —dijo Geraldine.
—Me gusta ayudarles para que tengan la mejor infancia posible —contesté rápidamente—. Por eso me hice pedagoga y por eso me he involucrado tantísimo en esto. Además, no es solo querer que unos niños tengan una infancia inmejorable, es querer que Lucrecia Strauss pague por ello con la cárcel. Esas dos cosas juntas hacen que pueda seguir adelante después de todo...
—¿Qué todo?
—Bueno, sin ir más lejos acabo de salir del hospital y hace poco de la cárcel...
—Sí, mi hijo me había contado algo de eso. Se nota que eres de buen corazón, niña. Ojalá logres tu objetivo.
—Lo logrará —respondió Edouard sonriéndome—. Lo lograremos —y yo le sonreí.

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