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Capítulo I y II - El Principito en un pueblo italiano




PRIMER CAPÍTULO


Había pasado ya más de una década desde que vi por última vez a mi amigo Antoine[1]. Por esa razón no me pareció mala idea volver a realizar un viaje por el universo, en concreto por la Tierra, pues echaba de menos aquel lugar tan curioso donde pasé un año de mi vida.

En mi camino me volví a encontrar con el rey, con el vanidoso, con el bebedor, con el hombre de negocios, con el farolero y con el anciano geógrafo. Había querido, pues, realizar el mismo recorrido que hace diez años para saber qué rumbo tomar para llegar al mismo punto que aquella vez.

Pero no calculé el momento del día. Cuando llegué a la Tierra por primera vez era de día y caí en mitad de un desierto en África, pero esta vez viajé de noche y caí en otro lugar totalmente diferente.

Mi primer encuentro con un ser vivo fue al cabo de dos segundos y treinta milésimas después de haber aterrizado.

—¿Eres un extraterrestre? —preguntó una vocecilla que procedía detrás de mí.

—¿Quién eres tú? —respondí yo que estaba ciertamente intrigado.

—Me llamo Amedio —dijo el dueño de esa voz que se presentó ante mí de un solo salto. Había estado vigilándome desde lo alto de un árbol.

—¿Eres un mono?

—En efecto, soy un mono. ¿Cuál es tu nombre?

—Soy el Principito.

—¿El Príncipe de un reino? ¿Qué reino?

—El de mi planeta, pero está muy lejos de aquí.

—Está bien, Principito. ¿A qué has venido a mi planeta, entonces?

—A buscar a un viejo amigo, su nombre era Antoine.

—No conozco a ningún Antoine. ¡Pero sí a un Antonio!

—¿En serio? —pregunté esperanzado.

—Sí, es el hermano mayor de mi mejor amigo. ¿Quieres conocerlo?

—¿A tu mejor amigo?

—¡A todos! —respondió feliz el mono y le seguí hasta el interior de una casa.

El mono subió a los hombros de un niño de pelo oscuro y ojos grandes que tenía el aspecto triste de alguien enfermo. Ese era su mejor amigo, Marco. Antonio era el hermano mayor de ese niño que no tenía nada que ver con mi Antoine y ellos no conocían a nadie con ese nombre.

Supe en ese momento que Marco y yo compartíamos más de lo que creía. Ambos éramos dos niños en busca de alguien a quien habíamos perdido. Yo a Antoine y él a su madre. E, inevitablemente, al pensar en las similitudes entre aquel muchacho y yo, encontré otra: su mejor amigo también era un animal. Seguramente realizó con él el mismo rito de domesticación que hice yo con mi zorro.


SEGUNDO CAPÍTULO

El mono Amedio y Marco salieron una mañana y me llevaron con ellos en su aventura. Querían viajar a otra parte del planeta en la que era de día cuando aquí era de noche y era de noche cuando aquí era de día. Me recordó al planeta del farolero en el que un día duraba un minuto.

El trayecto a esa otra tierra era demasiado largo. Caminamos, viajamos en tren, viajamos en multitud de medios de transporte hasta llegar a la playa. Conocí el mar por primera vez, probé el agua esperando que fuera igual de fresca que el agua del pozo que Antoine y yo conseguimos en el desierto. Pero esta sabía a sal, escupí la que no me había tragado y me limpié en la manga de mi chaqueta.

En el barco conocí a varios hombres y mujeres que estaban dispuestos a ayudarme en la búsqueda de mi amigo. Solo conocía de él su nombre y que pilotaba aviones, una máquina que sobrevolaba el cielo fue lo que yo dije, el término de “avión” lo aprendí después de varias correcciones. Pero ninguno de los Antoine que viajaba en el barco era mi amigo y solo un anciano conocía a un piloto de aviones, pero llamado Pierre.

“Este planeta tiene cientos de miles de personas” se dijo el Principito. “Seguro que nadie de aquí   lo conocerá. Tengo que volver al desierto donde lo vi por última vez”.

Aproveché mi viaje en el barco para contar las estrellas que, en medio del océano, se vislumbraban mucho más brillantes y hermosas. Casi podía ver algunos asteroides y planetas conocidos, sabiendo situarlos cerca de algunas estrellas era más fácil. Pero mi planeta estaba muy lejos, era imposible verlo desde la Tierra.

Cincuenta y tres noches después, apareció ante nuestros ojos la silueta de una tierra. Decían que ese lugar se llamaba Argentina. Y que allá estaba la mamá de Marco.

—Bienvenidos a Buenos Aires —nos saludó un hombre alto y grueso al llegar a puerto.

—Gracias —respondí yo, al contrario que el resto de pasajeros. Yo siempre agradecía a quien me dedicaba buenas palabras.

Marco y Amedio sabían muy bien a dónde dirigirse, yo los seguía mientras observaba la relación de amistad que se forjaba entre Marco y Fiorina. Sin saber muy bien por qué, pensé en mi rosa, que había muerto hacía tiempo. Ahora tenía un pequeño jardín con cuatro rosas más y una margarita. Pero sigo guardando a mi rosa, marchita, dentro de la caja que solía ser de mi cordero. Pero ahora el cordero, que había tomado forma de animal en cuanto desplegué el dibujo de Antoine en mi planeta, ya no cabe dentro de la caja, así que es la cama en la que descansa mi pequeña y delicada rosa. Fiorina, con su pelo rojo, me recordaba a ella, mi rosa roja y hermosa.




[1] Antoine de Saint-Exupéry, autor de El Principito.

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