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Baile de lenguas - Capítulo 3: Belly dance


Nos fundimos en un perfecto baile de lenguas que se prolongó varios minutos en los que nuestras manos habían atrapado el rostro del otro. Seguíamos sentados el uno al lado del otro, pero nuestros cuerpos se habían girado para estar cara a cara y poder seguir besándonos. 

Ese beso estaba siendo el mejor beso de mi vida, sin duda. En mis veinticinco años, no había tenido tantas experiencias sexuales como otras de mis amigas o compañeras de baile. El ballet nos exigía muchas horas de entrenamiento, y yo quería que mis actuaciones fueran perfectas, para que me dieran mejores papeles, para poder debutar en los mejores teatros del país, así que supongo que siempre me excusé en eso. Pero nunca me dieron envidia las demás chicas de mi edad, que ya contaban con varias ex parejas y que se encontraban experimentando todo tipo de prácticas sexuales.

Pero de pronto, ese beso despertó en mi un deseo carnal más allá de lo que había sentido antes. No se trataba de una simple excitación sexual y el consiguiente deseo de saciar esa fogosidad. Se trataba de un cosquilleo en el estómago, de un escalofrío por mi espalda, de toda la piel de mi cuerpo erizada y de mi corazón revolucionado. Aquello era algo, sin duda, mágico y extraño para mí.

Quería seguir experimentando esas nuevas sensaciones, estudiar cómo me hacían sentir y dejarme llevar, al fin y al cabo éramos dos jóvenes solteros que se gustaban mutuamente. Pero estaba asustada, no era virgen ni mucho menos, pero tampoco tenía la confianza en mí misma suficiente a lo que las artes amatorias se refiere, como para querer pasar a la acción tan pronto. Así que me separé de los labios de Yago.

Pude notar en sus ojos que el también me deseaba, y fue bastante halagador sentirse así. En ese momento tuve miedo de que me pidiera que fuéramos a mi habitación, o, más vergonzoso aún, que me preguntara si tenía algún preservativo o sacara él uno suyo. Pero, al contrario de lo que pensaba, pasó su mano por encima de mis hombros y me acarició cariñosamente el antebrazo.

—¿Estás bien? —preguntó cuando ya llevábamos un rato así, pero sin dejar de acariciarme.

—Sí, es solo que... —tomé aire y continué— hacía bastante tiempo que no besaba a un hombre.

—No tienes nada de qué avergonzarte, yo nunca he besado a un hombre —respondió entre risas y yo dejé escapar una carcajada nerviosa. Hubo otro momento de silencio y luego continuó—. También hacía bastante tiempo que yo no besaba a una mujer —me confesó mientras entrelazaba sus dedos con los míos, ahora mucho más serio.

—¿Cómo es que un chico tan guapo no tiene novia? —pregunté insegura de querer saber la respuesta.

—Bueno, entre los estudios y el entrenamiento, me queda poco tiempo para novias. La última chica con la que estuve fue hace dos años, no ocurrió nada para que nos separáramos, simplemente nos dimos cuenta de que no estábamos hechos el uno para el otro... y se acabó.

Su respuesta no me había hecho sentir tan incómoda como pensaba que me sentiría y continuamos hablando. Me dijo que estudiaba un grado en Comunicación y que su sueño era ser corresponsal en algún país donde poder vivir indefinidamente, su sueño era Nueva York, donde podía seguir formándose como bailarín a la vez que trabajaba. 

Yo había vivido allí por unos meses después de ganar diez mil euros en una de las competiciones. Me había enterado de que el profesor Angelo Taccola, uno de los mejores y más brillantes bailarines de ballet del mundo, ofrecía una clase magistral dentro del curso de otra gran bailarina, retirada desde hacía años, Yana Dimasi, y no dudé en apuntarme y viajar hasta allí. 

Mi historia había emocionado a Yago, al que le había sorprendido mi larga formación como bailarina. Él solo llevaba unos pocos años bailando, sin tomárselo en serio, y desde hacía un año trabajaba con Gala y había ganado varios premios desde entonces. Sin duda, su talento era innato, aunque también le llevara algo de práctica y ensayos. Entonces fue cuando le pregunté acerca de porqué había dicho que yo era una leyenda.

—Como sabes, mi pareja de baile es Gala, y ella está especializada en más bailes que yo, como el ballet. Y siempre me pide ayuda para ensayar. Entonces fue cuando me habló de ti.

—¿Gala, te ha hablado de mí? —pregunté con asombro e incredulidad.

—Bueno, sí, no exactamente... En realidad yo comencé preguntando por ti a raíz de uno de sus comentarios. Dijo que tenía que ganarte en la próxima competición, que no podía dejar que la avergonzaras de nuevo, así que yo empecé a preguntar porque tenía curiosidad. 

—¿Y qué te decía de mí? —volví a preguntar todavía asombrada por el impacto que, sin saberlo, había causado en Gala.

—No mucho, solo que eras mejor que ella y que quería ganarte. Gala es una chica muy orgullosa. Así que empecé a preguntarle a otras personas, profesores y compañeros. Todos recordaban tu nombre, todos me decían que tenía que buscarte en Internet para entenderlo porque tu dominio del ballet era superior a lo que ellos mismos habían estudiado —me sonrojé al escuchar esas palabras y me emocioné al sentir que había gente que seguía acordándose de mí y con tan buena impresión.

—¿Y lo hiciste? ¿buscaste vídeos míos en Internet? —demandé algo avergonzada.

—Así es —afirmó él mientras asentía con la cabeza— y desde entonces quedé maravillado con tu técnica tan precisa, con movimientos tan ágiles, rápidos y estudiados. Por eso, cuando me dijiste que eras bailarina y que te llamabas Sabina, te dije que eras una leyenda, porque para mí lo eres. Además, con tu repentina ausencia, que ahora entiendo perfectamente, todos se preguntaban qué había sido de ti y la curiosidad creció más y más en mí —confesó mientras me dedicaba una sonrisa.

Esa noche continuamos hablando hasta casi las dos y media de la madrugada. Me contó que la otra noche había ganado la competición y que, en dos días, sería la semifinal. Esa noche había salido con sus amigos en una especie de ritual de la buena suerte que tiene que quedó interrumpido por mí. Reímos ante la posibilidad de haberle estropeado su tradición y el bromeó diciendo que si ganaba, podría considerarme su nuevo talismán de la buena suerte.

—Sabina —dijo él atrapando aún más mi atención— ha sido una noche estupenda, pero ya es tarde y mañana tengo clase. Si te parece bien voy a llamar a un taxi —dijo mientras sacaba su móvil de su bolsillo.

Tuve ganas de retenerlo, de volver a besarlo y pedirle que se quedara a dormir conmigo esa noche. Pero no podía pedirle eso, y tenía razón, era tarde y debía descansar. Seguramente él también esperaba que yo lo invitara a quedarse, lo pude notar mientras jugaba con su móvil en las manos sin llegar a desbloquear la pantalla para hacer la llamada.

—Sí, ha sido una noche genial. Espero que pueda repetirse —dije yo sonriendo y él me devolvió la sonrisa.

Después de eso, desbloqueó el teléfono y marcó el número de un taxi. Le ayudé con la dirección de mi casa para que pudiera indicarle a la señorita que atendía las llamadas a dónde debía dirigirse el taxi. La mujer le señaló que en unos diez minutos llegaría el coche y él colgó después de darle las gracias.

—Puedes apuntar mi número de teléfono —dije yo, él me dedicó una mirada de esperanza, quizás pensaba que yo no quería volver a saber nada de él por haber aceptado tan rápido que fuera o por no haberlo impedido. Asintió y yo le dicté los ocho dígitos que componían mi número de teléfono.

—¡Apuntado! —dijo él mientras me guardaba como nuevo contacto— Quizás debería de bajar ya, por si llega el taxista y no ve a nadie.

—Bien visto, te acompaño —comenté mientras me ponía en pie.

—De eso nada, no voy a dejar que bajes y subas tantas escaleras por mí —añadió él, como si yo estuviera inválida. Su respuesta me enterneció, pero su preocupación no era necesaria, aun así, acepté.

—Está bien, te estaré observando desde la ventana —dije entre risas y él también rió—. Espero que podamos volver a vernos algún día —añadí tímidamente.

—Yo también lo espero —dijo acercándose hacia mí para darme un abrazo.

Yago era un poco más alto que yo, no demasiado, y mi cabeza quedaba perfectamente apoyada en su hombro donde podía sentir su calor y oler su perfume. Sonreí instintivamente y él pasó su mano por mi pelo tiernamente, pasando sus dedos entre mis cabellos. Estuvimos así unos dos minutos o quizás más, y luego nos separamos.

Él caminó por delante de mí en dirección a la puerta, la abrió y se situó delante de mí, me dedicó otra sonrisa y nos despedimos con un gesto de la mano, sin decirnos nada más, pues las palabras no eran necesarias. Cuando terminó de bajar las escaleras y le perdí de vista, cerré la puerta y fui corriendo hacia la ventana de la cocina que tenía una vista perfecta de la calle.

Desde ahí pude ver cómo salía a la calle, estaba empezando a llover y hacía mucho frío, me dio pena porque él apenas llevaba abrigo, pero el taxi llegó a los pocos segundos de que él hubiese bajado, y, antes de subirse, miró hacia arriba donde sabía que me iba a encontrar y se volvió a despedir. Seguí el coche con la vista y cuando desapareció entre las calles, sentí un profundo vacío en el pecho. Una parte de mí sabía que era lo mejor, pero otra, deseaba no haberlo dejado escapar esa noche.

Esa noche me puse un pijama de lo más abrigado y me metí en la cama mientras escuchaba la lluvia caer sobre el tejado. También se podían escuchar algunos truenos a lo lejos y no me dejaban pegar ojo. Entre mis nervios y mi emoción por lo que había pasado esa noche y la tormenta, estaba un poco inquieta y no podía conciliar el sueño. Entonces un pequeño destello de luz intermitente me alertó y me giré en busca de esa luz. Era mi teléfono móvil que lo había dejando cargando sobre la mesita de noche. Encendí la pantalla para ver qué era y vi un mensaje de un número desconocido:

«Ya estoy en casa, sano y salvo. Espero que tengas dulces sueños, gracias por la agradable conversación, hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien. Espero que haya próxima vez. Un beso, Yago».

Abrí el mensaje y me dispuse a contestarle.

«La habrá, ahora ya tengo tu número, así que te llamaré, ¿ok? Buenas noches.» respondí yo y el mandó un corazón gigante. Esa noche dormí con una sonrisa enorme en la cara, con la esperanza de volver a ver a Yago pronto y con las ilusiones renovadas. No sé qué me estaba haciendo ese chico, pero me gustaba cómo me sentía y descubrí que era nuevo a lo que había vivido antes. 

A la mañana siguiente me levanté a las seis de la mañana, como acostumbro desde que tengo trabajo. Me preparé una taza de chocolate caliente y unas tostadas como desayuno, luego pasé un largo rato frente al armario pensando en qué ponerme y finalmente me decidí por un vestido azul marino de manga francesa, sin escote y que me llegaba por las rodillas. Me había olvidado completamente de ese vestido, era muy sobrio, pero me gustaba la figura que me hacía. Y, alrededor de las siete y cuarto, salí de casa y me dirigí al coche.

Mientras conducía comenzó a sonar mi teléfono móvil. No pude cogerlo porque estaba conduciendo así que dejé que sonara. De mi casa al trabajo tardaba unos veinticinco minutos y en ese tiempo, el móvil había sonado otras dos veces. No sabía quién podía ser, pero me era imposible cogerlo para mirar la pantalla. No fue hasta que estuve delante de la empresa y pude aparcar que miré el móvil.

Las tres llamadas perdidas eran de mi jefe y tuve un mal presentimiento. Usualmente no me llamaba, a no ser que quisiera que empezara a trabajar antes por alguna emergencia. Pero sabiendo que en unos minutos empezaba mi jornada de trabajo, no entendía porqué me había llamado. Tres veces.

Mi trabajo no me gustaba mucho y apenas me relacionaba con mis compañeros, pero lo hacía bien y nunca recibí ninguna queja. Al menos tenía con qué pagar las facturas y era una distracción. La empresa tenía dos plantas, la puerta principal era de cristal y se podía ser el naranja con el que estaban pintadas las paredes desde fuera, al igual que el logotipo de la empresa, que era enorme. 

Honestamente, odiaba ese color para las paredes, era demasiado llamativo. Al entrar por la puerta, me encontré con varias compañeras recogiendo sus cosas. Eso disparó las alarmas y empecé a preocuparme por mi trabajo. 

Subí por el ascensor, aunque solo me separara una planta de mi jefe, no quería forzar la pierna innecesariamente. Caminé hasta el despacho de Artie, su nombre es Arturo, pero Artie dice que suena más exótico y le gusta más. Toqué en la puerta y escuché que Artie me invitaba a pasar. Entré y, cuando me vio la cara, se puso pálido. Me pidió que me sentara y entonces me lo dijo.

—Estamos haciendo recorte de personal y, lo sentimos mucho Sabina, pero tenemos que prescindir de ti —dijo Artie sin mover un músculo de la cara, como un robot.

Me levanté de la silla. Estreché su mano y sonreí con cortesía. Fingí que lo entendía y que no pasaba nada y caminé de nuevo hasta el ascensor. No quise preguntar porqué, en el fondo lo sabía, yo no estaba cualificada para el trabajo y lo había conseguido gracias a Mari. Imagino que Artie prefirió a los empleados con formación antes que a mí. Así que lo entendía, pero me frustraba, porque ya me había acostumbrado a la estabilidad económica que me aportaba mi trabajo y a mi rutina. Y ahora tenía que dejar atrás esa seguridad y comodidad y lanzarme de nuevo en la dura búsqueda de trabajo.

Tuve ganas de llorar durante todo el trayecto hasta mi casa. No estaba triste ni dolida, quizás enfadada, pero ni siquiera con Artie, sino con la situación en general. Y esa rabia e impotencia era lo que me hacía querer llorar, pero no lo hice. Simplemente abrí la pequeña terraza del salón y dejé que la brisa de aire fresco agitara mi pelo. Inspiré varias veces y me relajé viendo la ciudad desde mi ático. 

Cuando me aburrí, volví adentro, mucho más relajada. Me senté en el sofá y vi un libro que había dejado a la mitad hacía tiempo. Lo cogí y tuve que releer las últimas páginas para acordarme de lo que había pasado. Continué devorando el libro y no fue hasta que escuché a los hijos de mis vecinos, de unos siete u ocho años, jugando escandalosamente en el pasillo del piso inferior, que miré el reloj y me di cuenta de la hora que era. Eran las dos y media de la tarde, los niños acababan de regresar del colegio y yo me había pasado toda la mañana inmersa en la historia del libro.

Me sorprendí de mi capacidad de abstracción. Normalmente, como llego tarde de trabajar, no tengo apenas tiempo para ponerme a leer porque tengo que cenar y hacer otras cosas más importantes, y al final cae la noche y caigo rendida en la cama. Pero ahora que me habían despedido, me propuse volver a distraerme con la lectura, la fotografía, u otra de mis aficiones recientes. Al menos en el tiempo que tardara en encontrar un nuevo trabajo. 

Me levanté del sofá con mucha hambre y, como no me apetecía nada cocinar, pedí comida a domicilio. Mientras la comida llegaba decidí que sería buena idea empezar a hacer limpieza a fondo y comencé reorganizando todos los documentos que tenía en mi habitación. Habían muchos recuerdos de mi época de bailarina, fotografías en grupo después de las actuaciones, y, lo que guardaba con más cariño, un pedazo de mi primer tutú.

Cuando crecí y el tutú dejó de servirme, mi madre lo guardó en una caja con el resto de mis cosas. Y años después, cuando me vine a vivir a esta casa, a mi madre se le ocurrió que podía ser buena idea llevarme conmigo un trozo de aquella prenda. Y cortamos un rectángulo pequeño, pero que en seguida cobró mucha importancia para mí. 

Seguí con mis cosas, amontonando las que eran para tirar y volviendo a guardar, después de ordenar, las que quería quedarme. Cuando terminé con aquellos papeles tocaron el timbre y salí de prisa de mi habitación. Ya estaban allí mis tallarines con verduras, le pagué al repartidor y me senté a la mesa. Tenía por costumbre no ver televisión ni chatear por el móvil mientras comía, pero quería comprobar si tenía algún nuevo mensaje y, cuando el vi el nombre de Yago, dejé de comer para contestarle.

«Sí, estoy libre. ¿Esta tarde a las ocho te parece bien?» fue mi respuesta a su pregunta de si estaba libre esta tarde para quedar a tomar algo. Hacía varios minutos desde la última vez que se había conectado, supuse que a lo mejor tardaría un poco en responderme y seguí comiendo.

Cuando terminé de comer, Yago seguía sin contestar. Lavé los platos y limpié toda la cocina, continué por el baño y luego mi habitación y el salón, que era lo menos desordenado o sucio. En ese momento pude ver que el sol ya se estaba poniendo, era invierno y empezaba a oscurecer muy pronto, de todas formas, eran cerca de las seis y cuarto de la tarde y Yago aún no había contestado. 

No quería desesperarme ni ponerme nerviosa, sabía que era probable que estuviera entrenando y durante los ensayos no hay tiempo para nada, solo hay pequeñas pausas para beber agua o ir al baño. Además, si su academia era como la mía, los profesores obligaban a mantener todos los aparatos eléctricos apagados dentro de una taquilla.

Así que mientras él entrenaba, yo me daría una ducha para empezar a prepararme para nuestra cita. En caso de que finalmente me respondiera, pero no quería pensar lo contrario porque me hacía mucha ilusión que Yago me hubiese invitado a salir. 

En las dos ocasiones en las que me había visto, no iba arreglada. La primera fue la noche en la que se cumplía un año de mi accidente y, como no había tenido ganas de ir, había ido muy sencilla; y, la segunda, había ido con la ropa que llevaba al trabajo, así que esa noche quería que me viese vestida para él. 

Después de secarme el pelo y hacerme unas pequeñas ondas, me maquillé ligeramente, que no se notara demasiado, pero hice especial hincapié en mis ojos. Luego caminé hacia el armario y comenzó mi tortura, nunca sabía qué ponerme. Deseché varios vestidos y faldas, tampoco quería llevar pantalones y camiseta, y de pronto vi un pequeño pantalón negro que podría acompañar de unas medias transparentes y que combinaba con una blusa turquesa y negra. Me gustó el conjunto, Yago vería por primera vez mis piernas, pero no se notarían mis cicatrices del accidente que era algo que me acomplejaba, e iría cómoda con la blusa y un abrigo de lana color gris oscuro encima.

No me olvidé de ponerme algo de perfume y elegí unos zapatos planos, ya que no sabía si iríamos a caminar mucho o no, y no quería sufrir con los odiosos zapatos de tacón. Podría pensarse que una bailarina de ballet profesional, capaz de soportar todo su peso sobre los dedos de sus pies, soportaría diez centímetros de tacón de aguja. Pero no, ni siquiera antes del accidente era capaz de aguantarlos demasiado. Y yo ya era alta sin ellos, quizás hasta fuese más alta que Yago con ellos, así que no los vi necesarios.

Los minutos pasaron y por fin sonó mi móvil en forma de llamada. Era él.

—¿Diga? —pregunté haciéndome la interesante.

—Sabina, soy Yago, perdóname pero estaba en el entrenamiento —Su voz sonaba agitada, como si acabara de terminar de bailar ahora mismo—. Estaré listo a las ocho, ¿te recojo o quedamos en un lugar en concreto?

—Podríamos quedar en los cines que hay cerca de tu academia, ¿los conoces? —pregunté yo mientras seguía escuchando su respiración agitada.

—Sí, sé donde están. Entonces nos vemos ahí en un ratito, ¿vale? —respondió mucho más calmado.

—Sí, en un ratito —repetí yo y nos despedimos.

No me apuré en salir de casa porque todavía quedaba como una hora y media, preparé mi bolso para salir y cogí las llaves del coche. Cuando llegué los cines seguían abiertos y recordé que tenían unos aparcamientos subterráneos, así que entré en ellos y subí andando a la calle por una escalera lateral. Miré el reloj y todavía quedaban unos cuarenta minutos para que él llegara, me recorrí la zona para hacer tiempo y de pronto lo vi acercarse, aunque él no me había visto todavía a mí.

Llevaba unos pantalones vaqueros, una camisa de cuadros estilo leñador de color rojo, una chaqueta verde militar y unas zapatillas modernas de color negro. Iba impecablemente bien vestido, se notaba que el también había tenido en cuenta la importancia de la cita y que se había vestido para mí, se había arreglado pensando en gustarme y ahora lo tenía en frente, a unos pocos metros. Me saludó con la mano y le correspondí el gesto, yo también avancé unos pasos y en unos pocos segundos le tuve cara a cara.

—¡Estás muy guapa! —exclamó haciéndome sonrojar, no lo decía con sorpresa, sino como algo que él ya sabía, pero que quería recalcar.

—Gracias, tú también... ¿qué tal tu día? —pregunté poniéndome a su lado y cogiéndole del brazo para comenzar a caminar a su lado.

—Bueno, las clases han estado bien, pero, en los entrenamientos, tuve un pequeño problema con Gala —dijo él carraspeando un poco—. No quiero que ella sea un obstáculo entre nosotros dos, pero te guarda un rencor que no entiendo, y, cuando tu nombre apareció en la pantalla de mi móvil, comenzó a hacer preguntas y empezamos a discutir. 

—La verdad es que me sorprende porque yo a ella apenas la recuerdo —dije yo—. Yo tampoco quiero que se convierta en un problema entre nosotros, pero es tu compañera de baile y solo queda un día para la semifinal.

—¿Qué se te ocurre que podemos hacer? —preguntó él atrapando mi mano en la suya y entrelazando nuestros dedos.

—Bueno, de momento seguir conociéndonos y mantener nuestros móviles alejados de Gala —respondí entre risas y él también se rió, aunque se le notaba realmente preocupado—. Si fuera necesario quiero que sepas que puedes contar conmigo para que hable con ella, no quiero que mi pasado te perjudique en las competiciones. ¿Ella sabe que ya no estoy dentro del mundo del baile? —le pregunté.

—No, no creo que sepa nada —respondió dubitativo— pero es posible, ¿por qué?

—Cuéntaselo. Dile todo lo del accidente y de que no puedo volver a bailar. Si lo que está es obsesionada con ganarme, quizás eso la haga calmarse. 

—No me parece bien que para hacerla sentir mejor, tenga que contarle tu  accidente, ¿quién se alegra con las desgracias ajenas? Pero lo haré si la situación empeorara. Gracias —respondió aliviado, y seguimos paseando.

El cine estaba lleno de gente de todas las edades, y nos entraron ganas de ver una película. Elegimos una que parecía que trataba del Antiguo Egipto, no porque nos llamara la atención, sino porque era la primera que empezaba y no queríamos esperar. La película empezó a los pocos minutos de comprar las entradas y la vimos sentados desde las últimas filas. Durante toda la película, en la que la protagonista era una gran bailarina, Yago no soltó mi mano.

La bailarina seducía al hombre con un baile de vientre, era la danza de los siete velos, y verlo fue precioso. Ese tipo de danza era de lo que menos había practicado, aunque en los últimos años se ha popularizado tanto que tomé algunas clases. 

Cuando la película acabó y salimos del cine, los centros de alrededor habían cerrado ya. Pensamos en ir a cenar a algún lugar romántico, pero, al ir a buscar mi coche, nos encontramos con todo cerrado. Y con un cartel que ponía que cerraban a las diez. Y eran las diez y media.

Yago había ido caminando desde la academia hasta los cines, y su coche seguía aparcado allí. Así que nos fuimos caminando, pero enfadada conmigo misma por no haber visto el cartel. Cuando llegamos a la academia, Yago sacó del bolsillo trasero de su pantalón, unas llaves que no eran las de un coche y me señaló la puerta de la academia.

—Nos las dan cuando las semifinales están tan cerca, para que podamos ensayar a la hora que queramos —dijo sosteniendo las llaves en el aire para que las viera.

Yo sonreí ante la idea y antes de que pudiera decir nada, a favor o en contra, Yago ya había abierto la gran puerta de aluminio. Me sorprendió la amplitud del lugar, en las academias que he visitado la mayoría de pasillos son estrechos, pero no en esta. Me adentré y curioseé los nombres de las salas, que normalmente llevaban nombres de famosos bailarines.

Yago estiró su mano para que yo pudiera cogerla y me llevó por un largo pasillo donde habían varias salas, pero eso no era lo que le interesaba. Sabía donde quería llevarme y me estaba poniendo muy nerviosa. Y finalmente, ahí estábamos, frente al escenario donde se llevaban a cabo las competiciones.

Bajamos las escaleras pasando al lado de las butacas y subimos al escenario. Todo estaba a oscuras y no había música, pero Yago dijo que podía arreglarlo y de pronto se perdió. No vi hacia donde se había ido y me quedé sobre el escenario, esperando. De pronto los focos me cegaron y vi su silueta bajar corriendo las escaleras y volver hacia mí.

—Paso mucho tiempo aquí —dijo—. Sé dónde están las luces y la música.

—¿Qué música? —pregunté yo, porque no se oía nada.

—Tarda unos segundos, tú déjate llevar —respondió pegando su cuerpo contra el mío.

Le hice caso y me dejé llevar, me quité mi abrigo y lo dejé caer al suelo, mientras él y yo nos volvíamos a juntar. La música empezó a sonar en el momento exacto en el que nuestras manos se tocaron, era un hilo musical típico de la danza del vientre y no pude evitar reírme inmediatamente. Continué bailando pegada a él, moviendo tan solo mis pies y ligeramente mis caderas. Poco a poco el ritmo de la música crecía y me separé un poco de él, sin soltar sus manos, para hacer algunos movimientos de cadera típicos de esta danza.

No estoy segura de cuánto duró la canción, pero acabamos algo sudados y cansados y, de repente, Yago se acercó a mí y me besó. Primero fue un contacto de nuestros labios y luego ambos abrimos nuestras bocas, dejando paso a nuestras lenguas desesperadas por unirse de nuevo. Sin dejar de besarme, Yago se agachó un poco, me agarró por la cintura y me levantó del suelo, yo le rodeé con mis piernas y continuamos besándonos unos segundos más.

—Aquí tengo mi camerino, pero no me parece lo más adecuado, ¿te parece si te llevo a mi casa? —preguntó sosteniendo mi peso con sus manos.

—Está bien —respondí, sin tiempo para pensar como lo tuve en mi casa, sin tiempo para echarme hacia atrás por mis miedos e inseguridades.

Salimos del local cogidos de la mano y entramos en su coche.

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