El sacrificio de Leona - Capítulo 1 [Blogs colaboradores]
La mañana del 31 de octubre Muriel Mhic Cárthaigh conducía desde su apartamento a las afueras de Dublín hacia la mansión de los señores Dochartaigh en Arklow, una distancia que le llevaba poco más de una hora y media. En los asientos traseros estaban colocadas cinco bolsas negras de gran tamaño que contenían los trajes y vestidos para esa noche. La señora era muy exigente con el trabajo de la joven diseñadora que llevaba desde el pasado agosto tomándole medidas a toda la familia y dibujando varios bocetos. Hasta que finalmente obtuvo el visto bueno dos semanas antes, así que ese día no quería llegar tarde.
Mientras tanto, en Arklow, el señor Seamus se despertaba junto a su esposa Áine que dormía plácidamente. Seamus se levantó de la cama y, con una bata de seda blanca, se dirigió a su despacho para ponerse a trabajar mientras todos aún dormían. Al salir de su habitación se fijó en que salía una luz de debajo de la puerta del dormitorio de su hija Leona y pensó en darle los buenos días.
La joven de dieciséis años estaba sentada en su escritorio con los pies apoyados en un taburete mientras sostenía su teléfono móvil en las manos. El padre le regañó por pasar tanto tiempo con esos “cachibaches” y continuó la marcha hacia su despacho. Pero Leona solo respondió con un mal gesto y volvió a cerrar la puerta de su dormitorio cuando su padre salió.
Para Leona su padre era “un muermo” que no la entendía. Ni siquiera podía encontrar consuelo en sus amigas porque después de contarles que tenía novio y que no podía decir quien era la llamaron mentirosa y Leona se quedó sola, aunque no del todo. Al otro lado de la pantalla estaba ese chico tan misterioso que se hacía llamar Eóghan.
Al cabo de un rato una de las sirvientas de la mansión anunció la llegada de Muriel que vestía informal con una camiseta de cuadros, unos tejanos y unas deportivas. La señora Áine que acababa de salir de la ducha y de vestirse con un traje elegantísimo invitó a la joven diseñadora a desayunar.
Para el desayuno Leona había optado por bajar en pijama al no saber que tendrían visita, aunque se sentía tan a gusto con Muriel que no le importó que la viera así. Seamus, en cambio, al escuchar que Muriel había llegado, se había cambiado de ropa en su despacho, ya que allí pasaba muchas noches cuando discutía con su esposa y tenía ropa guardada en uno de los cajones. Y por último se sentó a la mesa Connor, el primogénito.
Para el desayuno Leona había optado por bajar en pijama al no saber que tendrían visita, aunque se sentía tan a gusto con Muriel que no le importó que la viera así. Seamus, en cambio, al escuchar que Muriel había llegado, se había cambiado de ropa en su despacho, ya que allí pasaba muchas noches cuando discutía con su esposa y tenía ropa guardada en uno de los cajones. Y por último se sentó a la mesa Connor, el primogénito.
Los señores Dochartaigh habían tenido otro niño después de Connor al que habían llamado Declan, pero cuando este falleció en un trágico accidente con tan solo tres años, el matrimonio se había roto por completo y nunca se habían mostrado como una familia unida. Esa también era una de las razones por las que Leona, que había nacido ocho años después de la muerte de Declan, nunca había conocido el amor en su casa.
Después del desayuno todos pasaron a la acogedora sala que tenía un sillón muy imponente en el centro y dos sofás, uno frente al otro, a los lados. Áine se sentó en su sillón con un gesto serio para escuchar a Muriel que comenzó sacando el traje de Connor.
Connor era un chico presumido y le gustaba vestir bien y cuidar su cuerpo, pero no tenía la obsesión de su madre por el perfeccionismo. Él se veía a sí mismo como un gran empresario que trabajaría en Dublín o en Londres y que tendría mejores cosas en las que pensar que en subir los vueltos de un pantalón. En cambio siempre parecía muy interesado en los pantalones de Muriel a la que no dejaba de acosar aún sabiendo que estaba casada.
Después del visto bueno de Áine, Muriel continuó con el traje de Seamus que estaba sentado al lado de su hijo, pero a la señora nunca le parecía importante nada que tuviera que ver con su marido, así que Muriel pasó inmediatamente al vestido de Leona.
La chica estaba sentada sola en el sofá, frente a su padre y a su hermano y dejó el teléfono de lado un segundo para mirar emocionada el que sería su vestido. Muriel bajó la cremallera de la bolsa que dejaba al descubierto un vestido largo de color rojo oscuro con una gran apertura por la pierna y mucho volumen y Áine dio un respingo. Leona estaba asustada porque sabía que su madre no querría que vistiera algo así y tenía razón. Áine se puso hecha una fiera y Muriel tuvo que disculparse y sacar otro vestido.
El siguiente vestido también era largo pero no tenía volumen y se ataba al cuello dejando parte de la espalda al descubierto, no tenía escote ni apertura por la pierna y aunque era precioso y elegante, no era lo que Leona quería lucir esa noche. Áine aprobó este nuevo vestido y Muriel continuó con el de la señora que era de color blanco impoluto y tenía algunos acabados en plata, era elegante y aburrido, como la propia señora.
Finalmente todos se levantaron de sus asientos y Muriel pensó que sería buena idea marcharse y no volver más por allí, a pesar de estar invitada a la fiesta de esa noche, pero Leona le rogó que se quedara y fueron juntas a dar un paseo.
Las horas fueron pasando y en la mansión la tensión iba en aumento porque se acercaba la noche y todo tenía que estar perfecto. Después del almuerzo Leona se quedó en su casa porque tenían que hacerle el peinado, pero Muriel prefirió ir caminando hasta un pequeño parque vacío donde poder sentarse y hablar con tranquilidad con Dougan, su marido. A Dougan le parecía gracioso todo lo que Muriel le contaba acerca de la señora Áine, sobre todo la parte en la que imitaba su voz y ponía sus caras, aunque por teléfono no pudiera verla.
En los cinco años que Muriel llevaba trabajando como diseñadora de moda había tenido clientes de todo tipo pero jamás una que le diera tantos dolores de cabeza como Áine. Muriel solo deseaba que pasara esa noche para no tener que verla nunca más, aunque pensaba mantener el contacto con Leona, ya que la veía como una hermana pequeña a la que proteger en un ambiente familiar como ese.
Y finalmente llegó la noche y Muriel regresó a la mansión. Todo el mundo estaba alterado y ella se dirigió a una sirvienta para que le indicara donde le habían colocado sus cosas. La mujer la llevó hasta una habitación de invitados donde estaba la bolsa con el vestido rojo oscuro que era para Leona y se lo puso. Se hizo una coleta alta, se soltó el flequillo que cayó a los lados de su cara y se maquilló. Pero al ponerse los zapatos se dio cuenta de que no eran de su talla porque eran para Leona, así que fue hasta la habitación de la adolescente.
La joven gritó que se podía pasar y Muriel entró y la encontró de nuevo con su teléfono. Muriel sabía que hablaba con un chico y entendía su obsesión, pero le recriminó que no pensara en otra cosa y Leona rodó los ojos. Estaba enfadada porque había tenido que ponerse el vestido que era para Muriel y el suyo lo llevaba ella. Se intercambiaron los zapatos y Muriel la dejó sola, aunque le recordó que tenía que darse prisa.
Al bajar a la sala Muriel comenzó a saludar a los invitados aunque no conocía a nadie, se presentó con su nombre completo y sonrió. De pronto la música empezó a sonar y todos empezaron a reunirse alrededor del fuego a contar historias de Halloween. Connor era el centro de atención de la pista de baile y sus padres lo miraban orgullosos mientras Muriel permanecía de pie observándolo todo.
Pasaron las horas y ahora todo el mundo estaba sentado, solo quedaban algunas personas bailando en el centro y los demás, que habían bebido más de la cuenta, hablaban entre ellos entre risas y carcajadas. Pero a Muriel le extrañó que no se encontrara Leona entre toda esa gente y decidió salir al jardín a buscarla.
Al dejar la puerta cerrada detrás de ella fue consciente del ruido que hacía dentro y comenzó a escuchar el ladrido de un perro. Buscó con la mirada al perro o a Leona mientras seguía caminando lentamente y a unos pocos metros entrevió la silueta del animal que ladraba hacia algo que estaba tendido en el suelo, pero que era imposible de saber qué por culpa de la oscuridad.
Muriel se acercó y vio que el perro estaba atado a un árbol y que en la dirección hacia la que ladraba se encontraba un cuerpo que creyó reconocer. La joven corrió hacia allí y cayó de rodillas sobre el cadáver de su amiga Leona.
Muriel se acercó y vio que el perro estaba atado a un árbol y que en la dirección hacia la que ladraba se encontraba un cuerpo que creyó reconocer. La joven corrió hacia allí y cayó de rodillas sobre el cadáver de su amiga Leona.
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